Tanto para bien como para mal, es la madre quien tiene el poder sobre la mayoría de los aspectos del desarrollo de los hijos. Su rol ocupa un lugar central en la vida emocional de los hijos y de la familia, tanto así que sus estados emocionales determinan y condicionan los estados emocionales de todos los miembros del grupo familiar.
En los hijos, la influencia de la madre es tan determinante para su desarrollo que ese poder se suele asociar con la imagen de una llave que ella guarda, la cual permite el acceso del hijo al mundo, donde podrá crecer y desarrollarse plenamente.
Esa tan anhelada llave no está al alcance del hijo, sino que permanece oculta debajo de la almohada de la madre, en su cama, en ese lugar tan especial donde simbólicamente los hijos son creados, pero también donde la madre sueña y deposita todas sus expectativas sobre el hijo.
Esta simbología es una representación de ese poder de la madre. Su influencia emocional y sus expectativas acompañan la vida emocional del hijo desde antes de su nacimiento, permaneciendo activas también durante gran parte de su vida adulta.
Inconscientemente, suceden dos particularidades, la madre no quiere darle la llave al hijo, porque eso implicaría la posibilidad de perderlo, y al mismo tiempo, es un gran desafío emocional para el hijo obtenerla, porque está condicionado, aun antes de nacer, a cumplir con sus expectativas.
El gran trabajo emocional de las madres es favorecer la libertad emocional del hijo, y eso implica soltar las expectativas y proyecciones que hace sobre su hijo, permitiendo una distancia emocional tal que permitan a ese hijo encontrar su propio camino.
El gran trabajo emocional de los hijos es “robarle” la llave a su madre, ir en contra de sus anhelos y expectativas. Aceptando y sosteniendo la posibilidad de defraudarla, encontrándose en un ambiente emocional diferente que le permita descubrir su propio camino.