Vivimos conflictos todo el tiempo. Claro que no siempre grandes conflictos, ni conflictos que generen una gran inestabilidad emocional en nosotros. Hay conflictos pequeños, cotidianos, como parte normal de la vida de cualquiera que entable relaciones, que trabaje, estudie o practique alguna actividad social.

Siempre nos veremos inmersos en situaciones que requieran de un esfuerzo emocional extra, un rose, un problema, algo que nos afecte, algo que queremos que cambie, cosas que en mayor o menor medida generan un movimiento emocional en nosotros.

Cada conflicto que vivimos, con su respectivo impacto emocional, sin importar lo pequeño o grande que es, es una situación que está alterando algo en nuestro interior, algo se mueve en nosotros, algo desde dentro que está llamando nuestra atención.

Cuando estamos frente a un conflicto, estamos también frente a la posibilidad de descubrir qué es lo que está sucediendo para despertar esas alarmas, porque ninguna alarma es casualidad, y mucho menos, ninguna es culpa de lo que sucede.

Todo conflicto es una invitación a encontrar, en eso que sucede, un nosotros que nos está hablando y queriendo decir algo, un nosotros que necesita ser escuchado y atendido.

Este llamado de atención, si lo ignoramos o huimos de él, en vez de resolver lo que sucede silencia la alarma, al mismo tiempo que lo posterga, incentivando a futuro su repetición en alguna otra situación de nuestra vida.

En cambio, si asumimos el conflicto como parte de una responsabilidad propia de algún aspecto que en principio no logramos ver, de algo que requiere ser descubierto, esto nos abre la posibilidad de encontrarnos con una parte nuestra que también nos dará la solución.

En nosotros siempre está el conflicto pero también la solución.