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La culpa es un sentimiento castigo. Es un mecanismo por el cual aprendemos lo que ‘está bien’ y lo que ‘está mal’, lo que debemos y no debemos hacer. Enseñanzas originadas sobre todo durante nuestra infancia, y que nos acompañan el resto de nuestra vida en formato de creencias, pensamientos a los cuales etiquetamos como verdades inamovibles.

La culpa nos conecta con sentimientos inconscientes de miedo al abandono, al rechazo, o a dejar de ser amados. Dejamos de ser merecedores de amor por hacer tal o cual cosa. Desde frases directas como: “no hagas eso porque papá se pone triste” o “no seas así porque mamá te va a dejar de querer”, hasta situaciones familiares con una gran carga emocional estresante, ejemplo: mamá vive enojada porque papá se junta mucho con sus amigos y siempre dice: “tu padre nunca está en casa, son más importante sus amigos que nosotros”.

El sentimiento de culpa nos mantiene atados a nuestro pasado.

Es un vínculo directo con situaciones estresantes, donde el deseo, propio o de un referente nuestro, se vio impedido o era castigado, y por tanto la obligación o el mandato, el ‘tengo que…’ o el ‘debo de…’ comienzan a reemplazar su lugar.

“No debo hacer tal cosa…”
“No debo de ser de tal manera…”
“No debo estar mucho tiempo con amigos”
“Debo estar siempre en casa”

Al final de cuentas son todas creencias que fuimos incorporando para adaptarnos mejor a nuestro entorno, pero que como adultos pierden sentido. El sentimiento de culpa nos enfrenta a una decisión, la de seguir nuestro deseo, auténtico y sincero, o la de seguir cumpliendo con aquel mandato que aprendimos a seguir.

Salirse del sentimiento de culpa pasa principalmente por cuestionar y desafiar esas creencias arraigadas, flexibilizar nuestros pensamientos y sobre todo expresar y sostener nuestros deseos.